TERCERA SEMANA: 27 al 30 de Abril
CRISTIANISMO
Y DESARROLLO HUMANO: ¿Cómo es ser cristiano hoy?
ACTIVIDAD
DIAGNÓSTICA
Elabore un mapa mental sobre
la siguiente lectura:
«Deus
caritas est»: Sobre el amor cristiano.
«Eros» y «agapé», diferencia y unidad 3. Los antiguos griegos dieron el
nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la
voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de
antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros,
mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos
relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—, los escritos neo-testamentarios
prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor
de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de
Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la
palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra
agapé, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo,
precisamente en su modo de entender el amor. En la crítica al cristianismo que
se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta
novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según
Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no
le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio.
1 El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida:
la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo
más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente
allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una
felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? 4. Pero, ¿es realmente así?
El cristianismo, ¿ha destruido verdaderamente el eros? Recordemos el mundo
precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban
el eros ante todo como un arrebato, una «locura divina» que prevalece sobre la
razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este
quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más
alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda
importancia: «Omnia vincit amor», dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo
lo vence—, y añade: «et nos cedamus amori», rindámonos también nosotros al
amor.
2 En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos
de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución «sagrada» que se
daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como
comunión con la divinidad. A esta forma de religión que, como una fuerte
tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso
con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No
obstante, en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró
guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros
que se produce en esos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza.
En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento
de lo divino, no son tratadas como seres humanos y personas, sino que sirven
sólo como instrumentos para suscitar la «locura divina»: en realidad, no son
diosas, sino personas humanas de las que se abusa. Por eso, el eros ebrio e indisciplinado
no es elevación, «éxtasis» hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre.
Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al
hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en
cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo
nuestro ser.
5. En estas rápidas consideraciones sobre el concepto de eros en la
historia y en la actualidad sobresalen claramente dos aspectos. Ante todo, que
entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete
infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de
nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino
para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el
instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia.
Esto no es rechazar el eros ni «envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su
ver- dadera grandeza. Esto depende ante todo de la constitución del ser humano,
que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando
cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse
superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo
espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente
animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia
el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad
exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se
dirigió a Descartes con el saludo: «¡Oh Alma!». Y Descartes replicó: «¡Oh
Carne!». 3 Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la
que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma.
Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es
plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede madurar
hasta su verdadera grandeza. Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado
haber sido adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han dado
tendencias de este tipo. Pero el modo de exaltar el cuerpo que hoy constatamos
resulta engañoso. El eros, degradado a puro «sexo», se convierte en mercancía,
en simple «objeto» que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se
transforma en mercancía. En realidad, éste no es propiamente el gran sí del
hombre a su cuerpo. Por el contrario, de este modo considera el cuerpo y la
sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y
explotarla de modo calculador. Una parte, además, que no aprecia como ámbito de
su libertad, sino como algo que, a su manera, intenta convertir en agradable e
inocuo a la vez. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo
humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra
existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es
relegado a lo puramente biológico. La aparente exaltación del cuerpo puede
convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. La fe cristiana, por el
contrario, ha considerado siempre al hombre como uno en cuerpo y alma, en el
cual espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos,
precisamente así, una nueva nobleza. Ciertamente, el eros quiere remontarnos
«en éxtasis» hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero
precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia,
purificación y recuperación. 6. ¿Cómo hemos de describir concretamente este
camino de elevación y purificación? ¿Cómo se debe vivir el amor para que se
realice plenamente su promesa humana y divina? Una primera indicación
importante podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo Testamento bien
conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares. Según la interpretación
hoy predominante, las poesías contenidas en este libro son originariamente
cantos de amor, escritos quizás para una fiesta nupcial israelita, en la que se
debía exaltar el amor conyugal. En este contexto, es muy instructivo que a lo
largo del libro se encuentren dos términos diferentes para indicar el «amor».
Primero, la palabra «dodim», un plural que expresa el amor todavía inseguro, en
un estadio de búsqueda indeterminada. Esta palabra es reemplazada después por
el término «ahabá», que la traducción griega del Antiguo Testamento denomina,
con un vocablo de fonética similar, «agapé», el cual, como hemos visto, se
convirtió en la expresión característica para la concepción bíblica del amor.
En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la
experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del
otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase
anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no
se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía
más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al
sacrificio, más aún, lo busca.
Benedicto XVI, (2005). Deus Caritas
est, San Pablo, Bogotá.
COMPROMISO:
Semana 3: 27 al 30 de abril.
Elabora un mapa mental con base en la lectura anterior y el material audiovisual (vídeo). No olvides seguir los lineamientos para la elaboración de los mapas mentales, como el uso de imágenes y la diferenciación de ideas por medio de distintos colores. Utiliza la herramienta GoConqr
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